Arder o entrevista a una camiseta

Arder: entrevista a una camiseta

Sí, lo admito: soy posesiva. Me pertenece y soy suya. Así funciona, ¿no? Él es mío y yo le pertenezco. Somos uno. No, no. No vengo por eso. Él no quiere deshacerse de mí, aunque siendo objetivos ya debería hacerlo. Mirá mi estampa [estira el pecho a lo ancho]. Mirálo a Mario: el azul del pantalón se desvanece. Parece desnudo. Bizarro, como entregado a un extraño ritual sexual. Estoy envejeciendo. Me encuentro estirada: los elásticos sin fuerza y con las costuras expandidas. Cada vez estoy más transparente. Desaparezco.

Queda mal que yo lo diga, pero sí: estoy muy bien para la edad que tengo. Llevo mis diez años con altura. Soy easy iron. Eso me mantiene alejada de las terribles planchas. Noto la envidia de las otras, sobre todo las del trabajo. Es que el destino de las chombas y camisas para trabajar es tirano, ingrato. Son planchadas por obligación. Y pocos entienden lo que arde el planchado. No pain no gain, dicen. Y la belleza duele y quedar bien planchada es belleza. Al llegar del trabajo, Él las arroja al suelo con violencia, como si se hubiese vestido con estiércol. Las veo desdobladas casi siempre de a dos: por ejemplo, un sweater con una camisa dentro. Y camisas y sweaters no es que sean justamente amigos, es que nacer como ropa de trabajo es un destino nefasto.

Me mantengo bien porque Él me cuida. Siempre usa detergente líquido premium y suavizante caro. Me mete en el lavarropas en modo delicado: es un baño de sales largo y relajante. Al colgarme utiliza ganchos de ropa con gomas en las tenazas para que yo no sufra. Me tiene entre algodones, es un amor. Un buen dueño. Me calza después de bañarse y nos perfuma a ambos. Hace mucho olvidamos de ese olor a nuevo. Sus altibajos evitaron algunas veces las duchas y fue duro para los dos. No hay peor dueño que un depresivo: es como si uno se pudriese con la persona. Me lo contó una chomba de segunda mano. Y las usadas nunca mienten [calla y se acomoda inclinada a un costado en el sillón]. Fui la antesala de muchas noches de sexo, je. Admito que a veces me arrojó al suelo y contra la pared, sin miramientos. Pero lo entiendo, tenía que “apagar el calor”. Es lo que haría cualquiera en medio de un incendio, ¿No? Y tampoco es que a mí me guste estar en el medio: la fricción duele, arruina. Preferiría que se masturbe y acabe encima de mí. Cada vez que comenzaba con la faena, me apartaba para no mancharme: no sé si fue porque me quiere o porque no soy suficiente. Elijo lo primero. Supongo que es una forma de elegir en la vida.

Sí: la vida y la vida útil para una camiseta es lo mismo, pero yo prefiero decirle vida y listo, como hacen las personas. Ellos también tienen una vida útil, pero no lo dicen. Prefieren decir “esto es vida” o “esto no es vida”. Digo, sé que soy un objeto, que cumplo una función. Pero si vieras cómo me ve, cómo se relaja cuando me calza, lo bien que duerme conmigo, a sus amigos les dice “mirá, tocá esta tela, es una manteca” [con la manga derecha acaricia la tela del apoyabrazos]. Son dos vínculos que suceden paralelamente: el amoroso y el pragmático.

¿Padres? No tengo. ¿Acaso usted cree que una máquina que produce diez mil versiones de mí misma puede ser una madre o un padre? Ni siquiera las gallinas se atrevieron a tanto. Somos tan reproductibles como el experimento científico más ordinario. Un cuadro tiene padre, una estatua tiene madre. Nosotras no. ¿Somos obras de arte? No lo sé. Salí perfecta de la fábrica, sin errores, diez de diez en control de calidad. Porque la fábrica es simplemente el útero de NADIE. Somos y existimos a través de quienes nos usan. Masculina, femenina o unisex. Por cierto ¿Qué carajo es eso de unisex? [se detiene]. Supongo que eso te da más posibilidades de que te compren [niega con el cuello]. Me molesta que otros me definan: no, gracias. Es que nacemos sin nombre. Lo único que tenemos, además de un antiestético código de barras, son las personas que nos usan. Sentimos por primera vez con la primera puesta y esa no la olvidamos nunca.

Sí, hubo una vez que me sentí solo un objeto, una cosa [piensa un rato y se le arruga el cuello]. Fue una noche en que Él tuvo sexo con Sofía, una ex, supongo. Ella me caía bien. Era dulce. Le gustaba el sexo con amor, lento. Al acabar, la chica tuvo frío y Él me ofreció. No me gustó nada. Otro sudor, otro olor. Sofía usaba un desodorante con alcohol en cantidades obscenas. Un desodorante barato y una mala transpiración son la combinación perfecta para dejarte una horrible mancha amarilla. Los humanos le dicen “quemaste la camiseta” y de inmediato agregan: “tirála”. Es una sentencia de muerte. En fin, ese día me sentí sucia, una camiseta más, una cosita intrascendente [se le quiebra un poco la voz]. Es que estuve varios días sin ser lavada después del episodio, como si se hubiese olvidado de mí. Tenía impregnado el perfume de ésa: fuerte y empalagoso, de pésimo gusto. Él me olía todo el tiempo, pero no me olía a mí, la olía a ella. Y sonreía [levanta las mangas]. Recuerdo cuando por fin me lavó. Recuerdo estar tendida en el tender boca abajo, sobre el fino caño doblada al medio a la altura donde culminan las mangas. Limpia y ultrajada. ¿Habrá sido ése el día en el que la estampa comenzó a borrarse? Él ya no se ve al espejo conmigo puesta muy seguido. No tenemos un vínculo superficial, a esta altura tenemos otro nivel de intimidad, de conexión.

Cuando duerme profundo, lo acaricio, como solo puedo hacerlo yo. Me apoyo sobre Él y lo abrazo. Lo contengo custodiando su descanso. Me siento suave, irresistible. Soy algodón de altísima calidad: en su momento no fui nada barata. Las camisetas besamos con la estampa. Las que no tienen estampa no pueden. Por eso preferimos que nos pongan una estampa. Las que dicen que no, mienten. Digamos que es como un tatuaje. Mi estampa se hace con termofusión, y eso arde. Te da personalidad. Una camiseta sin estampa no es nada. Es genérica, de oferta. No puede ser única. Aunque es verdad que nuestros usuarios también nos vuelven únicas. Únicas para ellos. Los humanos se definen por los que hacen, nosotras por lo que somos para ellos.

¿Qué es lo que deseo? Saber lo que piensa. Lo que siente. ¿He sido una buena prenda? [medita un rato]. Comencé a sospechar con sus llantos espontáneos en medio de la noche. Supe que era grave cuando comenzaron a desprenderse los mechones de pelo mientras dormía. Después de cada sesión llegaba a la cama arrastrándose y oliendo extraño. Con el pecho y la espalda de color fucsia. La piel se siente diferente, castigada, caliente, áspera. Arde, pero no como un calor que se apaga con sexo. Bajó mucho de peso por el tratamiento, y me hizo sentir más estirada de lo que estoy [se calla un momento]. Dejó de usar el móvil por la noche: pretendía sacarse una selfie y al observarse en la cámara frontal, bloqueaba el teléfono. Antes tenía libros y la tablet en la mesa de luz. Ahora hay una batería de frascos y blísters comprados en la farmacia del barrio. Por las madrugadas se despierta y con el brazo tembloroso se mete dos o tres pastillas y vuelve a dormir [la manga izquierda se le arruga]. Hay noches que sé que le duele mi tacto, pero igual me deja puesta. ¿Quiere sentirse sano por un instante? No lo sé.

Mientras está despierto es como si ya no le importara, como si le hubieran robado lo que lo mantenía siendo él mismo. Ahora duerme muchas horas. Respira lento y muy corto: si yo no pudiera sentir el discreto movimiento de su respiración, lo declararía clínicamente muerto. Siento que se está yendo y eso me mata. No quiero morir antes que él. Es antinatural, como cuando una madre entierra a su hijo. Es que Él ya se rindió ¿Qué puedo hacer yo? No es justo. No puedo elegir. Sé que tuve suerte en esta vida. Porque esto fue una buena vida útil.

Este último mes me usó muchísimo, como si no tuviese otra camiseta. Anoche me acarició mientras dormía. Como si me consolase, como si nos consoláramos, como si nos despidiéramos. Hoy temprano le dijo a su padre que prefería que lo cremen. Y que lo hagan con su camiseta de dormir puesta. No cabía en mis costuras de la alegría. Yo quiero irme con Él. No tengo otro propósito en la vida y no quiero otro humano. Él no quiere ser devorado por los gusanos, ni yo por las polillas.

Arder, ese es mi último deseo.

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